Es
mi secreta opinión, que comparto por primera vez, que lo mejor de
comer mangos es que volvemos a la infancia. Aunque sea por cortos
momentos, sentimos esa rara y extraña felicidad. Pero – ojo –
para disfrutar ese inusitado placer tenemos que hacerlo también como
lo hacíamos cuando éramos niños; o, dicho de otra forma, volvernos
niños cuando comemos mangos.
Estamos
en plena temporada de mangos. Vivo en una región donde abundan y en
mi casa tengo varios árboles. A diario, creo que me como por lo
menos veinte... y no me canso. Eso sin incluir los jugos y la jalea
de mango verde.
Pero
también hay algo colectivo que nos causa gran placer y nos hace
volver a épocas cuando imperaba la solidaridad y el afecto entre
vecinos. Se nos quita el egoísmo impuesto por la sociedad de consumo
y repartimos mangos a diestra y siniestra entre todos quienes quieran
comerlos. A diario reparto entre los niños, especialmente, no se
cuantas frutas y me gusta oír los chipilines y chipilinas siempre
quejarse que son muy poquitos.
Pero,
¿qué eso que describo como “volvernos niños”?
Verán.
Creo que amerita una explicación. A medida que avanzamos en edad nos
deslastramos de esa encantadora naturalidad infantil que tanto
celebramos en los angelitos que nos rodean. Adoptamos poses, maneras,
actitudes generalmente impuestos por la sociedad. Nos volvemos
seguidores de reglas que no sé quien diablos implantó. Entre otras
la de comer como la gente educada.
Pero – si no me creen hagan la prueba – para disfrutar la ingesta
de mangos, repito, hagámoslo como lo hacen los niños. Cero
etiquetas, cero cuchillos, cero pulcritud. Simplemente intentemos
recordar como lo hacíamos nosotros mismos que muchas veces los
comíamos con concha y todo. Agarremos la fruta madurita, la
mordemos y si está bastante jugosa nos chorreamos, nos embadurnamos
la cara, nos ponemos olorosos a mango, la disfrutamos y luego nos
chupamos “la pepa” hasta dejarla blanquita.
Al final estaremos
chorreados, llenos de jugo, olor
y sabor por casi toda la cara, brazos
y manos, nos chupamos los
dedos, nos ensuciamos de sustancia amarilla; en fin, presentaremos
desde el punto de vista de las reglas de la pulcritud un estado
sabrosamente lamentable.
Atrévanse, háganlo, disfruten y después me cuentan su renovada
experiencia de volver a la infancia por un ratico.
Por
último, un postrer gusto. Después de jartarnos de mangos,
especialmente si són de hilacha, el sabroso placer de sacarnos los
pelitos de entre los dientes. ¿A que a más de una(o) le vinieron
viejos, lejanos recuerdos?
Divaguemos
sobre el mismo tema y adentrémonos en lo poco que sé sobre la
historia del mango en nuestro país. Para empezar es falso de toda
falsedad lo que han escrito historiadores y poetas sobre Bolívar
niño correteando por los campos y comiendo mangos.
Poeticamente muy lindo, tal vez, pero historicamente falso. En esos
tiempos no existían mangos en Venezuela.
El
mango es originario de la India al igual que la caña de azúcar y
muchas otros vegetales que se producen en nuestros campos, solares y
jardines. Es tal vez la única herencia positiva que nos han dejado
los ingleses; fueron ellos quienes trajeron los mangos a Venezuela.
¡¿Qué?!
¡¿Como?!
Sí, tal como lo leyeron. Ocurrió en el siglo XIX, por allá por los
años 1880 y, por favor no me pidan la precisión cronológica,
cuando ellos lo trajeron para reforestar las zonas por donde pasarían
los viejos ferrocarriles contratados durante la dictadora de Guzmán
Blanco, el llamado autócrata civilizador, un eufemismo para llamar
un formidable ladrón de siete suelas. Gran
parte de la India es un país
tropical como el nuestro y el cultivo se extendió por todo el país,
se adaptó maravillosamente a nuestros suelos y climas. Con el tiempo
se han producido mutaciones e hibridaciones y hoy disfrutamos de una
multitud de variedades y sabores de mango. Los
otros constructores de ferrocarriles de aquella época fueron los
alemanes. Ellos no tenían colonias en la India y no conocían el
sabroso mango. Para reforestar sembraron pinos pero eso no lo comen
los niños, ni los viejos tampoco.
Entre
nosotros los más conocidos genericamente son los de hilacha, los de
bocao (bocado) y las
“mangas”. Los hay chiquitos, medianos, grandes y grandotes; con
una gama de sabores entre los dulces como la miel y los aciditos.
Según el tipo también sirven
unos u otros para hacer jugos, jaleas y mermeladas pero lo mejor de
la mejor es hacer como los carajitos y comerlos cuando están en
sazón, bien maduritos aunque a muchos les gusta comerlos verdes con
sal. Ahh, ¿empiezan a recordar viejos tiempos? Por
mi parte, me gustan maduritos y mejor si son picaos
de pájaro. Decían los viejos de mi niñez que eran los más
sabrosos porque los pájaros saben cuando las frutas están en su
mejor sazón. Ahora me vienen
a la memoria dos recuerdos, uno de antaño y otro de hogaño; cuando
niño mi gran gusto era trepar a los árboles, sentarme en una rama y
darme banquetes con frutas en plena sazón. Envejecí y llegó la
prohibición de trepar árboles pero adquirí otro gusto envidiable
para muchos: jarto e mango,
guindarme en un chinchorro
bajo esos frondosos árboles y disfrutar un descanso único. Si no lo
han probado se los recomiendo ampliamente.
Para
mis amigos de otras latitudes les aclaro: chinchorro en Venezuela es
una hamaca tejida con fibras naturales, las más frescas. Son famosas
las tejidas con enea por los tejedores wayúu y con moriche
por los cariña, dos etnias originarias de hermanos amerindios.
Olvídense
de modales de gente chic. Déjense de placeres neoburgueses. Vuelvan
a su infancia y sean felices. A comer mangos maduritos, a chorrearse
bastante. ¿Qué carajo importa si manchamos la camisa o toda la
vestimenta?
¡INDEPENDENCIA
Y PATRIA SOCIALISTA! ¡VIVIREMOS Y VENCEREMOS!
¡CHAVEZ
VIVE Y VIVE! ¿LA PATRIA SIGUE Y SIGUE!