Aclaratoria inicial
Prometí que redundaría sobre la podredumbre capitalista burguesa de Venezuela y, por extensión, de todas partes. Voy a relatar algo que me contaron. Esto me lo contó un hombre venerable que en esta época lleva a cuestas 92 años. Después de contarme, le pedí autorización para escribir la historia y para divulgar su nombre. Esa maravillosa humildad de la que hace gala, lo llevó a responderme así:
Publica lo que quieras. En cuanto a mi nombre, a esta edad no quiero andar de boca en boca pero; si alguien pone en duda cuanto te dije, tráelo aquí y confirmaré todo lo dicho. Eso sí, antes de publicar cualquier cosa, quiero verlo antes.
Dicho y hecho. Ahí va el cuento. De momento no sé cuantas cuartillas requerirá. Lo publicaré por entregas, si es el caso.
* * * * *
Desde niño me enseñaron a guardar sacramental respeto por todas las personas y así lo he hecho desde entonces. Agrego que eso es tan solo un principio porque, más tarde cuando crecí algo, agregué una condición: la persona debe merecerlo. Esa enseñanza tenía en sí una cierta distinción implícita ya que algunos, o algunas, como que merecieran más respeto que otros u otras. De alguna manera se incorporaba una categoría que separaba las más honorables de otras “algo” menos. Por extraño que pueda parecer, que casualidad, las “más” honorables eran siempre las pertenecientes a la burguesía, oligarquía, aristocracia o como se les quiera llamar; en fin, a los que tenían más plata, más posesiones, más títulos, más de cualquier cosa. Cuando niño nunca supe de ningún DON o ninguna DOÑA que fuera pobre. Lo más aproximado fue ÑO, ÑA ó DOÑITA pronunciado con cierto tonito despectivo.
Ah, olvidaba decirte que ese tratamiento distante y reverencial se extendía también a sacerdotes y en mayor grado a los obispos, mucho más distantes aún, que solo aparecían, como dicen los italianos, a cada muerte de papa. A nosotros nos enseñaron sólo a hablar bien de todos ellos; quiero decir, de la burguesía en general, como si fueran impolutos seres pertenecientes a un mundo aparte y debo decir también que esas personas actuaban con un cierto estilo diferente al de la mayoría de los mortales. Todos tenían y tienen aún una cierta conducta muy peculiar a la que se le nota por encima el desprecio y el asco que sienten por lo que ellos llaman el vulgo, la plebe; los orilleros, derivado del término de tiempos de la colonia “gente de orilla” y modernamente marginales, tierrúos, patenensuelo y muchas otras palabrejas despectivas. Así se acostumbró la gente del común a tratarlos y a dirigirse a ellos. Recuerdo cuando niño verlos pasar elegantes, “distinguidos” (debe ser porque se distinguían; esto es, se diferenciaban del resto por sus atavíos y por su manera de comportarse distantes) sobre hermosos caballos de paso fino llenos de jaeces; posteriormente en elegantes automóviles descapotables y modernamente en horrible armatostes forrados con vidrios negros. Antes, por lo menos, se les veía. Ahora han aumentado la distancia al punto que no quieren que se les vea, ni siquiera desde lejos. Recuerdo como muchos viandantes se quitaban el sombrero y saludaban reverentemente y esperaban solícitos que al menos les devolvieran una mueca, lo que no dejaba de ser una manifestación visible de la sumisión a que se habían acostumbrado a lo largo de siglos. Se ensañaba a la gente, desde niños, a una forma de respeto aparte hacia ellos. No se podían hacer críticas, observaciones, comentarios que no fueran benevolentes. Si a alguien se le ocurría decir algo supuestamente “indebido”, le saltaban enseguida inclusive prohibiéndole pensar. Eso no se dice de Don Fulano, eso ni siquiera se piensa.
Eran seres, yo diría, casi celestiales. Más elevados que los humanos del montón. Recuerdo que cuando me preparaba para hacer la primera comunión, el cura del pueblo seguramente creyéndose solo dio rienda suelta a sus flatulencias y yo lo oí y olí. Muerto de risa comenté al llegar a mi casa que el PADRE se había tirado unos peos. La reacción fue inmediata. Todas las mujeres casi me dijeron que los curas eran seres de otro mundo que no se tiraban peos. Es más, me prohibieron pensarlo. Niño, eso no se dice. Ni siquiera lo piense.
Desde luego, la honorabilidad se suponía de antemano. Todos eran honrados, pulcros, escrupulosos, inmaculados, respetuosos de las leyes y de los deberes. En resumen, seres especiales libres de cualquier ínfima cosa que se pudiera achacar al comportamiento normal de cualquier ser humano. Ah, y si alguno cometía algún desafuero, eso se excusaba de antemano con cualquier inverosímil excusa, como el caso del médico hacendado que, cuando se rascaba, llegaba en su caballo echando tiros a diestra y siniestra para divertirse e inclusive entraba a los botiquines con todo y caballo a romper botellas y mobiliario a tiros. Eso no era, para nada, malo. Al contrario lo celebraban como una proeza.
Continuará…
PATRIA SOCIALISTA O MUERTE - ¡VENCEREMOS!
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